Santa Cruz de la Sierra, sábado 1 de diciembre del 2001
Brújula . 3, Cine

José Antonio Valdivia transcribe una conversación con Jorge Ruiz en la biografía "Testigo". En este texto, se deja entrever la postura que tiene el ganador del Premio Nacional de Cultura 2001, sobre la relación entre el arte y política. Habla de hacer un cine que refleje lo político real, que no esté a su servicio.

DE REALIDADES Y SOMBRAS, CINE Y COMPROMISO

Un destino más convulso es el que aguarda al cineasta. Este no puede esquivar algunas aristas de la realidad, con más razón si ha nacido y vive en un país de historias clamorosas. Una de estas aristas es la política. El cine es también un medio masivo de comunicación y, como tal, tiene que estar, tiene que estar al día con los fenómenos sociales. No puede marginarse de esas mutaciones que transforman el ámbito que lo nutre: la sociedad. Muchas de estas transformaciones son políticas, son cambios signados por la política. Entonces, el impacto de tales movimientos sociales debe ser recogido por quienes se consideran intérpretes culturales de esos fenómenos. Esto hace inevitable que en nuestro país sea necesario un cine político. O mejor, un cine en el que lo político sea sumido con realismo. El arte boliviano no elude lo político y lo social como tema. Augusto Céspedes lo hizo en literatura; y en pintura tenemos la obra de Walter Solón Romero.

El cine que hice, igualmente, no podía soslayar esta dura arista de la realidad, sin embargo, más que servir a un partido político, se debe servir a un momento histórico de la realidad. Se debe dar el brazocon una obra que manifieste el sudor de los cambios. Esto no debe significar un cierre de puertas a la libre imaginación. Garantizo no tener prejuicios contra el cine de ficción, incluso si éste tropieza con tentaciones comerciales.

Un cineasta boliviano de mi generación tampoco podía esquivar otras aristas filosas. Hay quienes todavía lamentan que la mayor parte de mi obra hubiera sido hecha bajo patrocinio. Confieso que gracias a este medio pude dedicar toda mi vida a hacer cine. La lealtad que profeso a este magno oficio, impide que mi confesión esté tenida de rubor. Apenas pude hacer cuatro o cinco películas libradas a mi voluntad. En ellas vertí toda esa libertad suprema que se necesita para crear. No pude ser mejor que una golondrina: ese ave que luego de volar sin trampas siempre retorna a un alero protector.

Tampoco un cineasta puede esquivar influencias. ¿Cuáles son las mías?. Los bolivianos de mi época no tuvieron mucha oportunidad de ver cine internacional. Por eso me es difícil hablar de influencias. Tal vez haya algunas que me fueron obsequiadas por el documentalista británico John Grierson . Y no olvido a su compatriota Harry Watt, ni a Willard Van Dyke, un norteamericano profundo en el género. También me impactó gratamente un mejicano, el indio Fernandez, con Flor Silvestre y la Candelaria. Ellos pusieron, de alguna manera, senales benévolas en mi camino. Me convencieron: el cine puede ir junto al desarrollo social. Y no desagradaría la idea de que se me considere propagandista. Siempre he apostado en beneficio de la persuación audiovisual. Mis impagadas influencias ratificaron algunas búsquedas reales: el cine de propuesta podía ser más útil que el cine de protesta.

Ahora poseo una sola definición para estos avatares: la realidad tiene un alma terca y esquiva. Encontrarla quizás sea una cuestión de puntos de vista. Luis Ferninand Céline, novelista francés, dividía a los hombres en dos categorías: los exhibicionistas y los mirones. ¿Cuál de ellas sería más apta para medrar en la realidad?. Las memorias son una forma inexcusable de incurrir en el exhibicionismo. Pero prefiero yo pertenecer a la categoría de hombres. Nunca reclamé para mí otra cualidad que la de mirar la vida con la solidaridad de mis cámaras filmadoras. Sólo soy un testigo puntual de la realidad.

LA GRAN MANO DE LA REALIDAD

Miro la realidad a través de una metáfora: es como una mano abierta y enorme. Pero en los anos cuarenta, cuando incidíamos en el cine, la realidad boliviana era más inmensa que la de ahora. Aparentaba ser inconquistable, y toda aproximación artesanal a ella no tenía más efecto que el de una cosquilla. Por eso creo que fuimos inventores de un cine en Bolivia. Hablo en plural, para nombrar a mis amigos y a nuestros trabajos. El cine de autor es un marbete bastante relativo. Una película es un fenómeno grupal. En la construcción de todo intervienen guionistas, actores, músicos, camarógrafos. Y es al final donde el director impone sus puntos de vista y su estilo. Está claro que es el director quien marcará la pauta, quien impondrá su sello particular en la realización. Sin embargo, su labor está incidida por los otros elementos del rodaje. Esto me hace considerar que el cine es un arte de creación colectiva. Afirmaba que fuimos inventores de un cine en Bolivia. La época que decidimos vivir para el cine, sólo daba vitrina a los activistas políticos. No había cinemateca, ni escuelas ni revistas. La tecnología cinematográfica era una varita mágica hecha para los hados de Hollywood. Así que debíamos trabajar con las unas, casi artesanalmente. Teníamos que responsabilizarnos de muchas fases del proceso: dirección, cámaras, compaginación. Finalmente exhibíamos las películas, con una proyectora de 16mm, a riesgo propio. Para un cine como el nuestro, la realidad boliviana era inmensa. A veces solía acogernos como una mano cordial, otras veces nos acariciaba con las unas. Siempre nos prodigaba los sufrimientos del inventor.

En 1948 tuvimos la primera revelación de esta inmensidad. Ese ano Roquita y yo habíamos decidido filmar una historia, una anécdota, algo que tuviera un sabor inconfundible a cine. Entendíamos que el reto máximo estaba en hacer cine boliviano. También teníamos una indomable conciencia de los obstáculos técnicos que estaban enfrente: si no ganábamos un orgulloso profesionalismo, al menos incurriríamos en búsquedas experimentales. Para no cometer errores compartidos, tuvimos que dividir tareas: Roquita atendería aspectos técnicos y yo me ocuparía de la realización cinematográfica. Hicimos una película en 8 mm. Le pusimos un título que tal vez expresaba nuestros más profundos sentimientos: El látigo del miedo. Narrábamos el atraco a un tendero judío, y la víctima final del hecho no era el judío, sino el ladrón: quedaba con la cabeza rota de una certera pedrada. El argumento ilustraba los contrasentidos de la realidad y un temor, ir por lana y salir trasquilado.